EL ESPÍA DE CÉSAR

Salvo para los estudiantes de humanidades, que quizás piensen primero en la escultura el galo moribundo o el paso del Rubicón, hablar de la Galia es hacerlo para el común de los mortales de Astérix y compañía, el irreductible pueblo de aguerridos bárbaros que resiste siempre al invasor. Pero estos más allá de su popularidad y la impronta dejada en varias generaciones de lectores son en el fondo una pequeña muestra del gran mosaico de civilizaciones y hechos históricos reunidos bajo ese motor aglutinador que fue el Imperio Romano. Una era que en el campo del noveno arte ha dado para títulos tan dispares como Murena o Las águilas de Roma, y que pocas señales dan de agotarse. En el caso de El espía del César estamos ante una de esas tramas que saben aunar con tino realidad y ficción y cuyo protagonista, precisamente, es galo, aunque lejos está de sus homólogos uderzogoscinnyanos, siendo más fácil imaginarlo a bordo del barco pirata tan habitual de sus aventuras (a su presentación en la historia me remito) que morando en una tranquila aldea en un claro del bosque.